Los primates han seguido fundamentalmente dos tendencias evolutivas en cuanto a su estrategia de alimentación.
Algunas especies han optado por consumir alimentos vegetales fácilmente accesibles, pero pobres en nutrientes y en contenido energético, por ejemplo hojas maduras. En consecuencia deben comer grandes cantidades de éstas y poseer un sistema digestivo capaz de asimilar bien los nutrientes. Los tubos digestivos son largos y alojan muchas bacterias capaces de digerir la fibra vegetal.
Otras especies han optado por consumir menos cantidad de alimento, pero más rico en energía y nutrientes, y prefieren los frutos y las hojas tiernas. Sus tubos digestivos son más cortos y no digieren tan bien la fibra. Estos alimentos son más raros y difíciles de obtener. Para conseguirlos, el cerebro tiene que trabajar más: debe recordar dónde se encuentran los árboles que poseen frutos comestibles y cuándo maduran, debe aprender a observar signos de su presencia, como el revoloteo de aves sobre los árboles, debe desarrollar formas de comunicación con otros individuos para organizar las búsquedas de alimentos. ¿Adivináis cuál es la estrategia que han seguido los antecesores del hombre?
Se ha podido establecer, entre los simios actuales, una correlación bastante clara: a igual tamaño corporal, las especies que se alimentan de frutos y brotes tiernos tienen cerebros mayores que las que se alimentan de hojas. Aparece un claro ejemplo de retroalimentación: un cerebro grande permite una mayor eficiencia en la búsqueda de comida, lo que a su vez permite que crezca el cerebro, que es un órgano que necesita consumir mucha energía para funcionar.
Se supone que los primeros homínidos proceden de formas semejantes en su estrategia alimentaria a los chimpancés (que son también los que están más próximos genéticamente a nosotros). A diferencia de los gorilas, que comen grandes cantidades de hojas que fermentan en sus grandes barrigas, los chimpancés comen muchos frutos y brotes tiernos, y complementan su dieta con insectos y la caza ocasional y cooperativa de algún animal más grande (la materia animal tiene mayor densidad energética y de nutrientes esenciales que la vegetal). Los australopitecos parecen haber compartido los hábitos alimenticios de los chimpancés. Tenían dentaduras fuertes, adaptadas para triturar alimentos vegetales, sobre todo los australopitecos robustos, que debieron vivir en las sabanas más despobladas y debieron recurrir a vegetales duros y fibrosos.
Con la aparición del género Homo, hace unos dos millones y medio de años, cada vez es más importante el porcentaje de materia animal en la alimentación. Los dientes se hacen cada vez más pequeños y las mandíbulas más débiles, señal de que se consumía carne despellejada por medio de herramientas de piedra, y alimentos vegetales tiernos, algunos de ellos posiblemente procesados por el fuego. La vida en las sabanas abiertas, donde escasean los frutos, hizo que se recurriera al alimento animal, que abundaba, ya que se desarrollaron grandes rebaños de herbívoros (al mismo tiempo evolucionaron terroríficos depredadores que tuvimos que aprender a evitar).
Los primeros miembros del género Homo, recurren sobre todo a la carroña, y también a la caza coordinada de pequeños animales. Recientes estudios han sugerido que otra posible fuente importante de alimentos ricos en proteínas y energía pudieron ser los moluscos y crustáceos, en zonas costeras. Posteriormente, se adoptaron tácticas de caza cada vez más complejas y eficientes (los neandertales por ejemplo llegaron a cazar animales del tamaño de rinocerontes lanudos y mamuts). Las tendencias que prosiguieron, con la ganadería y la agricultura, fueron en la misma dirección: seleccionar los alimentos más ricos en nutrientes y garantizar su disponibilidad y bajo esfuerzo de recolección.
Se puede decir que los homínidos hicieron todas estas cosas, fundamentalmente, para alimentar a sus cerebros, que cada vez tenían requerimientos energéticos mayores. El tejido cerebral consume unas 16 veces lo que gasta el tejido muscular por unidad de peso. Aunque la relación del tamaño cerebral con el peso corporal sea en el hombre el triple de la de los otros simios antropomorfos, el metabolismo basal es prácticamente igual. Ello significa que el hombre destina una fracción mayor de su energía a mantener el cerebro: de un 20 a un 25%, frente al 8-10 % que destinan los primates no humanos. Está claro que no se podría haber desarrollado un cerebro tan grande si se hubiera mantenido la misma dieta. Hubo que recurrir cada vez más a alimentos en los que las calorías y las proteínas estuvieran muy concentradas.
También se puede decir, inversamente, que el cerebro se desarrolló cada vez más y adquiere capacidades más complejas, para adoptar tácticas alimenticias cada vez más eficientes. La fuerza que movió la evolución humana durante algunos millones de años fue la mejora de la capacidad de conseguir alimentos, que sin duda determina la vida o la muerte en un entorno seco, cambiante, con alimento disperso y móvil, y con la presencia de innumerables competidores y depredadores poderosisimos. Los homínidos inventaron herramientas para obtener alimentos que antes estaban fuera de su alcance, usaron el fuego sobre todo para mejorar las propiedades de los alimentos, desarrollaron formas de cooperación y comunicación social para conseguir una caza más eficiente y dividieron el trabajo en función del sexo y la edad para conseguir un suministro estable y variado de alimentos.
Todo esto no significa que cada vez debamos comer más alimentos ricos en grasas e hidratos de carbono refinados para seguir con la tendencia natural de la evolución de nuestra especie y aumentar aún más el tamaño de nuestros cerebros. Ahora consumimos más alimentos ricos en energía que nunca en nuestra historia y debemos recordar que todavía, nuestro sistema digestivo y nuestro metabolismo, están adaptados a consumir sobre todo alimentos vegetales. La carne fresca y el azúcar eran premios relativamente raros para nuestros antepasados, no la norma diaria.
A pesar de ello, una comparación de nuestra dieta con la de diversas culturas de cazadores recolectores actuales revela que no es determinante el número de calorías totales y el porcentaje de carne sobre diversos parámetros clave de la salud, como el índice de colesterol y el de masa corporal. Sí influye mucho el porcentaje de energía que se quema y el tipo de grasas que contienen los alimentos. No existiría una dieta única a la que los humanos nos hemos adaptado en la evolución, sino una variedad de dietas en función de las condiciones ambientales y el grado de actividad de cada comunidad.